miércoles, 18 de mayo de 2011

El nogal estaba ahí


El nogal estaba ahí.  En realidad no se sí era un nogal, o como en algún momento a un científico se le ocurrió ponerle Juglans Regia. Lo único que sé, es que cada tanto desprendía como capricho, como madre desalmada, un sinfín proles y bástagos que ni ella sabía de donde habían salido.
Algunas, ni bien empezado el verano y como forma de aligerarse el peso, las tiraba verdes. Era raro, esos primogénitos cayendo desesperadamente, sabiendo que iban a morir sin desarrollarse y sabiendo también que ni siquiera iban a formar parte de esos budines que mi vieja hacía. Budines de marca genética, donde se podrían rastrear aunque nunca nadie lo supo, una raíz irlandesa de horno a leña y ovejas de fondo. Mate y torta fritas! gritaría cualquiera. Aún así, ellas caían.
Quizás en algún diálogo secreto entre la planta y el sol, ella haya reconocido su carácter abandónico, su condición natural de procrear por millares a sabiendas que nadie, con suerte una, se salvaba. Destino cruel de una nuez verde el morir devorada por hormigas, o simplemente en convertirse en ambrosía de aquel trébol de cuatro hojas que se esperaba con ansías cada verano.
El resto permanecía sin darse cuenta si eran nogal, semilla o mundo. Sólo sentían la tención de un pasado mejor. ¿Sería conciencia de nuez, o sería la misma sensación que sintió el brazo de el manco de Lepanto?
La conciencia de sí en las nueces debe existir en un simple instante y es el peor de todos. Ese instante gravitacional entre que se desprenden y tocan el piso. Nacer cayendo de un barranco, sentir sólo el viento en la cara y morir estampado. ¿Una vida espartana?
Algunas tenían, por así decirlo, suerte. Caían acolchonadas sobre el pasto que nadie quería cortar. Otras, sin comprender su castigo, rebotaban infinitas veces en ese cemento humano, proyecto de quincho frustrado y terminaban en nuestras aventuras por el basural. Reflejo triste del sistema tiratodo.
Pero (alguna vez alguien me dijo que todo lo que está antes del “pero” no sirve para nada) otras seguían en tensión, mudaban su piel y se aburrían de la espera. Y cuando nadie, o mejor dicho nada lo esperaba, se desprendían, nacían, sentían, morían como todas.
Esos baldes enormes que nunca habían cumplido su función aguatera ahora entraban en acción, y como bóvedas anuales se cargaban de nueces. Con las manos heladas y la nariz colorada, como sepultureros en invierno,  salíamos al patio a buscar las nueces que ahora aguardaban una nueva tensión. No la del vivo, sino la tensión del muerto. De aquel que se sabe cosa y que simplemente ahora tiene existencia por ser útil, por ser comida, adorno, detalle o mugre. Esperan y esperan que las garras de grúas humanas las recuperen, las destrocen con herramientas inquisitoriales y terminen en otra unidad.
A fin de cuentas todas las nueces tienen una vida miserable que transcurre entre ser parte de una planta y ser parte de algún budín. Vértigo de caída que dura toda su vida.