sábado, 24 de septiembre de 2011

Los durmientes

Parecía mentira pero después de recorrer 200 kilómetros por el desierto, el tren se encontraba, como si fuese un oasis, con una pequeña luz, que para lo que era ese lugar, parecía una de las estaciones más fastuosas de Inglaterra. Un simple palo corroído y gastado por los vientos de la Patagonia, que hacía de base de un pequeño foco, titilante, tembloroso, que siempre parecía estar por apagarse, aún cuando ya hacía unos cuantos años que estaba en servicio. Este faro desértico era el símbolo de una estación de tren. A lo lejos y desde la ventanilla parecía una solitaria luciérnaga que se acercaba lentamente entre el traqueteo de los durmientes y las vigas. Quizás ahí, los durmientes tenían más significado que en otros sitios, todo parecía no existir y dormitar en ese letargo propio del desierto. Alguien decía que el tiempo en el desierto no transcurre, pero creo que se equivocaba, en el desierto el tiempo pasa demasiado rápido, tan rápido que no nos damos ni cuenta. El tren comienza a desacelerar y la luciérnaga se hace más grande hasta que se detiene justo sobre mi ventanilla. Estaba en el centro de esa estación de tren, pero todavía no había movimiento, nada parecía alterar ese juego de sombras. La noche estaba clara y los objetos no parecían reales, eran objetos anónimos, siluetas vacías de contenido, como en la caverna de platón, ni el arbusto era una planta, ni el alambrado era una señal de propiedad privada. Un minuto, quizás dos, estuve mirando hacia el costado esperando que algo transforme esa realidad. Lo único que se movía era el reflejo de mis ojos sobre la ventanilla ennegrecida por el polvo. El silbato resuena estridente con más energía que nunca y se sienten las pequeñas vibraciones del tren arrancando. La luciérnaga se traslada lentamente por el costado de la ventana, mientras me preguntaba porqué se había detenido en ese lugar. Con el tren en movimiento veo justo debajo de la luz una figura humana que el farol no llegaba a iluminar, quieta y grisácea pero que se desprendía de ese fondo desértico. La luz, el palo y la estación toman sentido. El tren se detiene y la silueta se hace mujer cuando sube al vagón. Otra vez el temblor, otra vez arranca. El polvo levantado por el tren terminó de cubrir esa la luz y el desierto volvió a ser desierto.