viernes, 10 de febrero de 2012

Una docena y media de huevos

Que raro todo lo que pasó ayer, 9 de febrero de 2012, día que quedará en la memoria colectiva de una ciudad habituada a olvidar, a repetir errores y a jactarse de sus ciudadanos “ilustres”. Ayer dos de ellos cayeron, cayeron ante la justicia, ante el sufrimiento de la prisión al comprender que simplemente eran ciudadanos comunes, con nuestros mismos derechos y obligaciones. Cayeron, por fin, por suerte, por todos ellos. Siempre como periodista se intenta, nunca se logra, y tampoco creo que sea deseable, ser “objetivo”, pero ni soy periodista y ni soy objetivo, y creo que referir un día tan especial como el de ayer sólo podría hacerse en primera persona, en lo que yo viví, sentí y compartí. Estaba ansioso, más allá de mis experiencias de militancia y demás, nunca había participado en nada vinculado a los juicios a genocidas y esperaba el momento con el corazón a mil kilómetros por hora, como ese chico que espera el regalo de cumpleaños, o aquel que espera a una familiar después de no verlo durante años. La justicia genera ansiedad, aun sabiendo que nada va a ser lo mismo, y que el daño es irrecuperable, la justicia alegra, tranquiliza, reconforta, nos dice todo el tiempo, como las películas de Hollywood, el malo paga, o como nos estamos acostumbrando a decir ahora “todo vuelve”, y como un boomerang de la historia, 30 años después, volvió. Llegué a la una de la tarde, ya había dado inicio el juicio y vi el viejo edificio del Hotel Palace, ahora convertido en Universidad, colgado de banderas de agrupaciones, con pintadas, con carteles, gente en los balcones mirando hacia abajo, y todo aquello que en un día común me parecería una estupidez y una falta de respeto a ese magnífico lugar, ayer daba felicidad. ¿Todo vuelve?, me pregunto otra vez, pues claro, porque en aquel edificio que durante la década del 20´ y del 30´ se había convertido en un lugar ineludible de la ciudad de Tandil, donde había cantado el grande de Gardel, donde la gente asistía a bailes, casamientos, fiestas y conciertos, ahora el pueblo se juntaba de nuevo en esa esquina, no ya para un espectáculo artístico, sino para repudiar a los genocidas que se creían impunes. Se iba acercando más gente mientras que desde la pantalla y del audio se escuchaba las acusaciones a los cinco procesados por la causa, tres militares y dos civiles. Sí dos civiles, seguramente los primeros de una serie infinita de ciudadanos, que porque no tengan uniforme de fajina van a tener más perrogativas que el resto, siendo igual de responsables que los militares. Terminado todo, se confirma la prisión preventiva para todos ellos, y la primera gran alegría llegó a nuestra ciudad, a la zona, al país y a todos lados. Estos tipos iban a cárcel común mientras se desarrollaría el juicio. Si Dios existe, respiró aliviado una vez más, cansado ya de las pelotudeces humanas. Nuevamente la ansiedad, ahora quizás más temerosa. Me aposté, término militar que viene al caso, en la puerta de Rectorado que da sobre Pinto, la de la entrada del teatro, por donde pasan artistas y público, esperando que salieran los procesados. Tenía miedo, mucho miedo de lo que me iba a encontrar y finalmente salieron. Primero los hermanos Mendez, agachados, insultados por todos, nerviosos y avejentados, después dos militares más y luego el último, todos recibiendo el mismo clamor popular tan particular que te dice al oído y al corazón que sos un hijo de puta. Los ví, y si hubiese tenido un arma los hubiese matado ahí mismo, frente a la policía, aún sabiendo que estaría preso toda la vida. Por suerte para mi no la tenía, y solo en mis manos estaba mi camarita, disparé, les di en la cara, sufrieron. Un rato después ya más tranquilo me puse a pensar en esos viejitos que había visto salir, protegidos por la policía, que seguramente en algún momento les dejé el asiento en el colectivo, que los dejé pasar en la cola para pagar la luz, que los dejé cruzar la calle, que al verlos me daba lástima, ahora los vuelvo a ver y no puedo dejar de retorcerme la cabeza el pensar que esos viejitos lindos eran genocidas, habían secuestrado, habían torturado y matado. La música y el festival cultural calmaron la cabeza de muchos, y sobre todo la mía. Me volvió la alegría, eje de campaña de los organizadores, por lo que vivía, por lo que vivíamos. Llegó la Bersuit y todos a bailar, pero seguramente nunca más me vaya a olvidar de este momento cuando una voz pegadiza dijo “vos me estás mirando y yo voy a caer colgado en tu sien… sólo voy a volver, siempre me vas a ver y cuando regrese de este vuelo eterno…” y todo lo que me había imaginado, vivido, sufrido vino a mis ojos, y no pude hacer otra cosa que angustiarme como nunca en mi vida y largarme a llorar como un chico, pensando en la mierda que somos. Momentos en los que se arrepiente uno de haber nacido, de tener la desdicha de compartir con la humanidad todo. Mi angustia duró varias canciones más, y recordé algo que una amiga me comentó a la tarde, de que había ido a comprar seis huevos para tirarles a estos tipos, y el almacenero, milagroso almacenero, en vez de cobrarles les regaló una docena y media para tirarles. La humanidad volvió, o mejor dicho nunca se fue, y me alegré por el almacenero, por los huevos en la pared y en el cuerpo, por los miles de personas que estábamos ahí, por los 30.000, por la justicia, por el todo vuelve, y el “no nos han vencido” se marcó en mi cabeza, y esperemos en la memoria colectiva de un pueblo.