Pequeño texto experimental porque nunca había escrito diálogos. Creo que esta idea da para otra cosa mas grande... pero para empezar a experimentar zafa.
Abrí la ventana
El qué?
La ventana, abrí, mirá para afuera.
Con la mayor paciencia que podía llegar a acumular, por no decir que estaba hinchada las bolas, Margarita abrió la ventana por trigésima novena vez aquella semana de noviembre. Asoma la cabeza como toda vieja chusma y mira al vecino.
Y… qué está haciendo?.
Nada, está parado en el zaguán, fumando un cigarrillo. Con cara de boludo como siempre.
Ay, no hables así del Carlos. Con esa cara es el único que labura.
Labura?... ir a pedirle plata al tío no es trabajar.
Pero si le hace los mandados.
Ja!, va a comprar 3 kilos de papa, se queda con dos y le garronea el vuelto.
Ahí mira para acá, cerrá, cerrá.
Hace calor, dejá que entre aire
Pero nos va a ver.
Hace cuatros meses que nos ve.
El Carlos termina el cigarrillo mientras las amigas siguen discutiendo entre cerrar o abrir la ventana. Se da vuelta elegantemente y entra por la puerta de su casa. Ni Carlos ni la casa estaban muy bien, pero para esa cuadra no había nada mejor.
Si la casa tenía un reboque caído, Carlos tenía manchado el pantalón, si la persiana estaba torcida, tenía largo el dobladillo, si el picaporte no combinaba con la puerta, ni hablemos de la corbata. Una simbiosis tan extrema era difícil de encontrar en la naturaleza, y más aún en una inmobiliaria. Pero a Isabel le encantaba.
Y… entró?
Si seguís así va a pensar que ando atrás yo. Dejá de hinchar.
Bueno, me abatato. ¿Qué querés que haga?
Qué salgas, le golpees la puerta y le digas.
Claro y me muero en plena calle?
No es para tanto. ¿Vas a esperar a que enviude?
No, capaz que la mato antes.
Las dos se ríen acaloradamente del chiste negro aunque detrás de todo ese manto de nerviosismo, temor y abatatamiento algo en serio había. Esa chiruza no me puede haber sacado el candidato, ni sabe cocinar, se decía para adentro cada vez que sonrientemente la saludaba cuando se la cruzaba en la calle. Y digamos la verdad, la otra era una verdadera chiruza, sin miedo a equivocarnos, podríamos llegar a decir que entre el Carlos y la Victoria no hacían uno.
Noviembre transcurrió del mismo modo, que abras, que cierres, que vayas, que le digas, que todo, que la mato, que nada. Pero ahora, con la calor que venía de la calle Rodríguez la ventana estaba siempre abierta y tenían la excusa ideal para estar todo el día cebando esa pava vacía y haciendo que tomaban mate.
El verano es el tiempo ideal para las chusmas porque no necesitan esconderse para mirar al vecino entrar tarde y borracho, no necesitan mover la cortinita para ver a Gladis tirarle la basura al de al lado, ni tampoco salir a barrer la vereda para ver si la de esquina sigue comprando cuarenta sifones por día.
“Hay que calor”, decían las dos al unísono antes de decir buen día. “Menos mal que tenemos un gran ventanal que se abre de par en par, sino ahí adentro nos sofocamos”, decían antes de despedirse. Y como si fuera un paraguas legal, estaban cubiertas de lo que todo el mundo sabía, que Isabel andaba atrás del Carlos, que Margarita iba a morirse soltera y que las dos eran las más chusmas del barrio.
Barrio era una forma elegante de llamar a ese sitio abandonado. Quizás había que referirse a cuatro cuadras de barro o polvo según el clima, “El vencido” famoso bar de mus y a una serie de casas que transitaban entre el tolderío más pampeano, pasando por el chaperío de la revolución industrial y terminando en la posmodernidad de los ladrillos huecos.
¿Pusiste el agua? Hoy tengo ganas de mate.
Mucho calor, le ponemos agua fria.
¿Tereré?
Si, ¿porqué no?
Ay Isabel, me voy de vientre con el tereré. Te acordás el viaje que hicimos por el Paraná. Todo el viaje de vuelta…
La conversación se interrumpe de inmediato ante la proximidad de unos gritos ensordecedores que venían de enfrente. “Corré, corré. Abrí la persiana” gritó Isabel pero ya era tarde. Aún a pesar del esfuerzo de Margarita cuando llegó ya todo se había silenciado y volvió a su perpetua normalidad.
¿Qué pasó, viste algo?
No nada.
Pero los gritos? Eran de la yegua esa no?
¿Cuál de todas? (Preguntó Margarita a propósito para enterrarle una pequeña daga en el pecho a su amiga)
Victoria, la del Carlos.
Te parece? (girándole el cuchillo despacito)
Pero claro, era ella. Quien si no? Mirá, la puerta. Carlos?.
La puerta se abrió despacio y el Carlos salía con una valija en sus manos y con el cigarrillo en la boca. Como bien decía Margarita, siempre con esa cara de boludo, pero ahora un poco más triste por la situación. Seguramente venía de hacía tiempo, no podía ser que tenga la valija ya lista meditaron las amigas un rato después mientras instalaron las sillas en la vereda para prevenir cualquier eventualidad. Tanto el entusiasmo que Margarita ni se había dado cuenta que el agua ya estaba helada, pero ni le molestó tomar tereré. Nunca le había caído tan bien.
Esperaron un rato largo sentadas sacando conclusiones y haciéndose películas de los motivos reales, aparentes y ficticios de la supuesta pelea, que supuestamente escucharon. En realidad lo único que sabían es que había habido gritos, pero no estaban muy seguras que los haya hecho la yegua. El Carlos tiene una mina que conoció en lo del Tío, seguro la enfermera, la sobrina de Martínez el del Bar, que lo debe haber engatusado con ese vestido horrible que se pone todos los días y con el peinado de Briggitte Bardot copiado de la revista que la manca peluquera le hizo. La yegua los debe haber visto medio arrimados algún día y lo apuró al Carlos, que boludo como es se vendió fácil y le contó todo. “Si, así es”, dijeron las dos y juzgaron el caso como cerrado.
El Carlos no volvió más, la Yegua se mudó, las amigas siguieron abriendo las ventanas todos los días y continuaron recreándose películas en su cabeza, que aunque parezca mentira siempre la pegaban. Extraña racionalidad la de las chusmas, que arman de un rompecabezas de datos cualquiera, una historia de vida.
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