Caminas por el cordón de la vereda esperando mantener el equilibrio y no dejarse caer al precipicio adoquinado de la calle. Como un equilibrista, estirás las manos, abrís las palmas y planeas, mientras le encomendás un rezo al todopoderoso pidiéndole volar para siempre. Ya no te interesan ni los transeúntes, ni las entradas de los garages. Ni siquiera los perros, que antes te asustaban tanto, te molestan cuando decidís volar por el cordón. Sólo sentís el viento que entre esquina y esquina te frena, te empuja, te tira para el costado, como un juego que empieza y termina cada cien metros. Entre medio esperás ansioso ese mismo vértigo, pero ahora más preparado. No te vas a caer y vas a hacer todo tus esfuerzos para mantenerte arriba del cordón.
Uno en bici te distrae, otro en moto hace que gires la cabeza, todas nuevas tentaciones pero querés volar, no hay otra cosa. Y por más que abajo pase correntoso un canal de agua de veredas baldeadas, vos seguís volando, planeando entre palos de luces que cuales Himalayas sólo podés pasar por el costado.
Volaste tantas cuadras que ya ni siquiera sabés de donde saliste, ni siquiera el recorrido que trazaste, pero por ahí ya es tiempo de volver.
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