A veces pienso que hago con este cuerpo, y me pregunto si puedo cambiarlo por alguno mejor hecho, o con mayor consistencia, o aunque sea uno que tenga ligamentos de titanio para que no se le anden rompiendo por ahí.
Pero en vano pierdo el tiempo, ya que hasta la próxima vida, espero pronto, no voy a cambiar esta carcaza peluda y de piel beige.
De este sufrimiento corpóreo es que tengo la desgracia de visitar una pseudo ciencia para recuperar mi rodilla y volver a caminar con normalidad, es decir, poco y chueco. Dentro de los experimentos a los cuales soy sometido a diario, hay uno que particularmente me ha llamado la atención, y se llama magnetoterapia.
Me hacen meter la rodilla en un tubo de plástico y tengo que esperar 30 minutos a que ese aparato haga efecto, efecto que no es perceptible, ni visible, ni nada. Esta invisibilización del efecto me llevó a pensar en la ciencia y en todas sus habladurías sobre la inexistencia de aquello que no se puede probar, y volvió a mi mente ese debate que hemos perdido, entre ciencia y magia.
Debate que ganó el positivismo, utilizando la alquimia como principal método para destruir a la magia y dejársela a ilusionistas de medio pelo. La ciencia utilizó todos los avances de la alquimia para generar la revolución científica del siglo XIX.
Como todos hemos aprendido en el jardín, la alquimia es una protociencia que desde hace siglos está buscando descubrir los secretos de la naturaleza y su relación con el ser humano. Nadie va a venir a discutir la verdad de los preceptos de la alquimia, ni los científicos, ni los filósofos, ni los vendedores de diarios mojados, ya que desde tiempos inmemoriales a dirigido los caminos del tiempo y del espacio.
Alguien me dirá con socarrona soberbia, que en el siglo XXI y producto de esos mentirosos llamados científicos positivistas, la alquimia ha desaparecido y sólo podemos encontrarlas en pequeños rituales, más turísticos que espirituales, más pecuniarios que filosóficos.
Aún así, cuando es claro el poder de los inventores de mentiras, la alquimia encuentra resquicios dentro del propio positivismo, esperando el momento para derribar el oscurantismo de la ciencia y recuperar la senda de Hermes Trimegisto, legendario alquimista greco–egipcio que murió inmolado en su propia sabiduría.
Pero ¿por qué la ciencia se empeña en darnos explicaciones inentendibles de todo, por qué se afana en darnos una tabla periódica, una ley de la gravedad, una ley de mercado y una ley del off side? La respuesta es simple, el saber, el conocimiento es poder. Ya lo sabían los egipcios cuando atesoraron por siglos el secreto de la subida del Nilo. Por poder nos mienten, y nos dicen que la tierra es redonda, que gira alrededor del sol, que si tirás dos cosas de diferente peso desde la misma altura y en el vacío van a caer en el mismo momento. ¿Que pasaría si mañana se hace público el secreto de que la tierra es plana, que es el centro del universo y que una plomada llega antes al suelo que una pluma?
El mundo se daría vuelta, y las grandes empresas nos reconocerían que el microondas no es tecnología, sino una invención del diablo para calentar las aguas del infierno, que en la radio y en la televisión hay pequeños y diminutos personajes que esclavizados trasmiten día y noche, que los mensajes de textos son transportados por hadas madrina,
que en la pelota hay un conejo y que la ley del off side es mentira, y es una excusa para darle trabajo a los jueces de línea.
Sigamos explotando estos resquicios y grietas del sistema métrico decimal y volvamos a creer que Dumbo no es un dibujo animado, sino que es aquel elefante que sostiene la tierra y que se tomó un descanso para salir en pantalla grande.