lunes, 11 de febrero de 2008

Viaje en Ascensor.


Entras a tu edificio con la misma resignación de siempre. El encargado (por no decir portero) siempre tira un ¿Cómo andas?, pero nunca te abre puerta.
Llegas al ascensor y tenés que decidir. Entre la espera inagotable y claustrofóbica del cubículo tirado sobre rieles y hierros nunca asegurados, o por el suplicio físico y traumatizante de un ascenso vertical por etapas de no más de 30 centímetros que nunca termina.
Elegís el cubo de hierro, simpáticamente adornado con un espejo, para ver tu rostro de pánico en el momento que te das cuenta que los cables se cortaron.
Entras, siempre sigiloso, cerrás la puerta que hace un ruido estrambótico que cala hondo en tus entrañas. Un segundo antes de terminar fastidioso proceso, una voz del más allá, grita: “Va para arriba, espéreme”.
Uno siempre espera la vecina del A, como para entablar un primer contacto. Pero la voz era un mal presagio. Era la del 9.
No para de hablar. “Que qué lindo día, Qué estoy cansada, ¿qué viste lo que le pasó al del octavo? “Qué bla, bla, bla,bla”.
Finalmente el ascensor se cierra, e instintivamente, siempre pero siempre, uno saca las llaves del departamento agilizando el trámite, y como si estuviese coordinado por una potencia extranatural, la del noveno comienza su monólogo de preguntas y respuestas para sí misma.
Los números de los pisos, a penas reflejados entre las hendijas de la puerta, aparecen y desaparecen en un juego diabólico, exasperando la paciencia, del ya nervioso pasajero.
Las manos se mueven más rápidamente, las llaves entonan un candombé que nunca escuchaste, suenan, suenan, cada vez más fuerte, como si tuviesen correlato directo con la velocidad del ascensor, y más que nada para tapar la voz de la vecina.
Pero es simplemente una ilusión, el ascensor siempre va despacio, cada vez más despacio, hasta que se detiene.
Uno se alegra, respira, se relaja, abre la puerta como si fuese la misma puerta del edén abriéndose nuevamente a la raza humana. Movés las cejas, una sonrisa se descubre de tu rostro, tus mejillas se sonrojan, como diciendo este es mi piso, y te das cuenta finalmente, que estas en el noveno y no en el cuarto.
Gozándote, y transformándose en una víbora aún más venenosa que antes dice: “Uhh... se pasó”.
La mirás con los ojos más letales que podés, esperando realmente su muerte. Pero no, sólo lográs que te sonría.
Noveno. Cinco pisos para abajo, más de lo que tendrías que haber hecho normalmente. Una encrucijada vuelve a tu mente, la misma del principio de los días: ¿Tomo el ascensor o voy por la escalera?
Resignado, bajas por la escalera. Todo salió mal.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Además, te cuento una cosa, si te tirás un pedo en el momento exacto en que el ascensor llega a destino... Cagaste!!!